Los animales también pueden suicidarse
LITERADURA
Sabemos mucho menos de lo que deberíamos sobre literatura brasileña. Hace muy poco estuve en la Feria del Libro de Río de Janeiro y uno de los temas que más se comentaron fue el del escaso intercambio cultural que hay entre argentina y brasil.
Afortunadamente en las últimas décadas se ha difundido mucho la obra de la genial Clarice Lispector, la autora de La pasión según G.H y Agua viva, y de Guimaraes Rosa, el autor de Gran Sertón: Veredas. Entre los contemporáneos han sido traducidos al castellano desde el inquietante Joa Gilberto Noll, autor de Lord y de Cielo abierto, hasta el siempre vigente Rubén Fonseca, creador de obras como Diario de un libertino y El seminarista.
Ana Paula Maia, en De ganados y de hombres, sigue los pasos de Rubén Fonseca, quien llevó el denominado “brutalismo brasileño” a sus expresiones literarias más representativas. El brutalismo, término con el que se conoce cierto estilo arquitectónico de figuras geométricas que se repiten y materiales de construcción que quedan expuestos de manera deliberada, tiene en el Teatro Argentino de La Plata un edificio emblemático.
En literatura, las fronteras son más ambiguas. Pero en un texto tan logrado como el de Ana Paula Maia, donde el lector se enfrenta a la violencia de un matadero y percibe la sangre, los olores y toda la inmundicia que rodea a la matanza, el estilo desarrollado por Fonseca se hace visible con enorme potencia. Edgar Wilson, el protagonista de De ganados y de hombres, excelente novela publicada por Eterna Cadencia, es el “aturdidor”, nombre con el que se designa al encargado de darle un mazazo en la cabeza a la vaca. Una vez que el animal recibe ese golpe -en el que a menudo pierde algunos pedazos del cráneo-, todavía viva, se le engancha una de las patas traseras con una suerte de gancho con polea que la eleva mientras otros se encargan de degollarla y abrirla al medio.
La precisión descriptiva de la autora tiene su origen en las visitas que hizo a distintos mataderos. A esta altura el lector puede preguntarse de qué habla la novela de Ana Paula Maia, salvo que piense, de manera equivocada, que se trata de un informe sobre los procedimientos cotidianos de la faena.
A lo que alude el texto es más al mundo de los humanos que al de los animales. Las matanzas que se suceden día tras día en el mundo contemporáneo suelen estar tan bien organizadas como las que se desarrollan en un matadero. Y la relación, brutal sin duda, que tiene el género humano con el animal, da cuenta de cierta barbarie que no por soslayada carece de envergadura.
No obstante, en el mundo en el que se desarrollan los personajes, Edgar Wilson actúa de otra manera, conserva con el animal una relación casi mística, donde no está ausente la piedad. “Edgar agarra la maza –escribe Ana Paula Maia-. El animal camina casi hasta donde está él. Edgar lo mira a los ojos y le acaricia la frente. La vaca golpea el piso con una de las patas, sacude el rabo y resopla.
Edgar silba y los movimientos de la vaca se destensan. Hay algo en ese silbido que hace que el ganado entre en un estado de soñolencia y quede íntimamente ligado a Edgar Wilson, entablándose de esa forma una confianza mutua. Con el pulgar manchado de cal, Edgar dibuja una cruz entre los ojos del rumiante y se aparta dos pasos hacia atrás. Es su ritual de aturdidor. Alza la maza y golpea, con precisión, la frente”.
Lo paradójico es que Edgar Wilson es un hombre compasivo, que lleva adelante un oficio que la mayoría desprecia. No hace sufrir al animal, o el cree que sufre menos, para que la carne no se endurezca. De ahí que cuando tenga que compartir su trabajo con otro, al que si le gusta que sufra el ganado, la relación terminará en tragedia. El mundo de ellos, indispensable para que la sociedad disfrute de comer carne, parece el más abyecto, cuando en realidad es parte esencial del engranaje del consumo.
De ganados y de hombres alcanza su altura estética cuando un lote de vacas desaparece misteriosamente. Lo que en principio parece ser un robo termina siendo un suicidio colectivo. ¿Un suicidio de vacas? Dicen que los animales no se suicidan. ¿Qué ocurrió, entonces, que se impone como un acto fuera de toda lógica?
La permeabilidad de los límites entre lo humano y lo animal son el sostén de la novela. La excelente traducción de Cristian De Nápoli da cuenta de la fuerza del texto. Porque de lo que se trata aquí es de la mirada sobre la conducta del hombre. La crueldad no suele ser patrimonio del mundo animal, pero sí del humano. El animal mata cuando tiene hambre. El hombre mata por placer.
La costumbre de matar se convierte a veces en adictiva. Bastaría con leer los dramas de Shakespeare, o sumergirse un tiempo en la tragedia griega, para darse cuenta de que la crueldad es una de las más logradas creaciones del hombre. Metáfora sobre la imposibilidad de vivir en un mundo de extrema violencia, el suicidio de las vacas que narra Ana Paula Maia no es una anécdota más.
Es la respuesta al absurdo de cierta existencia. Pero es también cierta rebelión que sólo tiene perdedores. Si la civilización actual no se vuelca a los valores humanistas va en el mismo camino que ese lote de ganado que una noche decidió huir y arrojarse al despeñadero, dar un salto al abismo, poner un punto final a tanta barbarie y sufrimiento.
En otro momento de la novela, Edgar Wilson es contratado para matar ovejas. Él sostiene que las ovejas miran a su verdugo y lloran, como pidiendo clemencia. Es sabido que la clemencia, como el perdón, son bienes que escasean en el mundo que habitamos. Quizá De ganados y de hombres sea, antes que nada, un ensayo sobre esa ausencia de clemencia que nos marca a fuego y que nos hace vivir en un universo que tan a menudo sentimos ajeno.
Por Osvaldo Quiroga
Fuente: Agencia Télam