Jugar a la guerra

CRÓNICA

Mi padre hacía tres meses que no llegaba a la casa. Mi madre intentaba mantener la calma, pero la preocupación se notaba en su rostro. Salía temprano en las mañanas. Nos pedía que cuidáramos a Camila y que no hiciéramos rabiar a los abuelos. Como de costumbre, y más ahora que no teníamos clases, jugábamos a la guerra en un peladero cercano. Con los amigos del barrio teníamos un pequeño ejército. En nuestra guerra los enemigos eran los cabros de Capitanía. El juego consistía en ocultarnos en improvisadas trincheras y lanzarnos piedras con hondas. Ganaba quien lograba dejar sangrando al mayor número de combatientes. Mi madre vivía angustiada intentando que dejáramos esa brutal entretención. Para nosotros era una fascinación participar en una batalla con sangre de verdad. Pero además había otro aliciente. La rivalidad con los de Capitanía iba más allá de que nos ganaran en el fútbol. Era también por los colegios. Los nuestros tenían números y los de ellos nombres en inglés. Los de Capitanía nos llamaban los rojos. Un día, nuestra madre regresó temprano y se encerró con los abuelos en la pieza. Se notaba que había llorado. Nosotros no preguntamos nada. Pensábamos que la ausencia de nuestro padre era algo transitorio. Tal vez un trabajo fuera de la ciudad. Esa tarde nos volvió a regañar por seguir jugando a la guerra. Y nos prohibió juntarnos con los nuevos vecinos. No entendíamos por qué. Los nuevos vecinos eran hijos de militares que preferían pelear por el bando de los de Capitanía. En pocos meses nuestra población se había llenado de familias de uniformados. Muchos de nuestros antiguos vecinos se habían ido sin despedirse.

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Una noche sentimos que un camión estaba frente a nuestra casa. Escuchamos gritos y golpes. Por la puerta apareció nuestro padre. Mi madre no pudo contenerse y se puso a llorar. Los abuelos corrieron a abrazarlo. Se veía más viejo y cansado. Venía hambriento. Se sentó a la mesa. Comió sin decir una palabra. Mi hermano y yo lo mirábamos extrañados. Después de un largo silencio, nos miró fijamente y nos hizo jurarle que nunca más jugaríamos a la guerra. Fue la primera vez que lo vi llorar.

Por Marco Herrera

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