The Viracocha incident

Por Carlos Peirano

En enero del año 2003, yo junto a dos de mis mejores amigos, producíamos un programa ridículo y descabellado que emitía UCVTV. El programa en cuestión era conducido por un chef de terror que además de cocinar, mostraba las bondades de nuestra región en clave humorística. Ese verano descubrimos, no sin asombro, que en la recta Las salinas se estaba construyendo una embarcación de totora y nos acercamos, por curiosidad, a conversar con aquellos que bajo un sol abrazador trabajaban con ahínco y entusiasmo. Había ahí personas de distintas nacionalidades, sudando a la par, y se nos permitió grabar una nota en la que se explicaba de qué iba el asunto. La cuestión era sencilla en apariencia: el proyecto Viracocha II pretendía cruzar el océano Pacífico. El proyecto anterior, no menos ambicioso, había zarpado desde Arica, con una exigua tripulación en una balsa de totora, hasta su final desembarco en Rapa Nui. Ahora el recorrido comenzaba en Viña del mar, pasando por la polinesia, para recalar en puerto australiano. Rápidamente nos hicimos amigos de los muchachos y los comenzamos a visitar semanalmente para grabar los adelantos de la embarcación, para beber y fumar en el pequeño campamento que se había construido alrededor de la artesanal embarcación. Phil Buck, el capitán, afable y siempre atareado, era la antítesis del capitán gringo por antonomasia: el temible Ahab.

Para marzo la nave era una realidad y los últimos detalles se afinaban como las cuerdas de un laúd vertiginoso. Una efervescencia digna del cambio estacional que se aproximaba nos invadía a todos por igual: a nosotros, que habíamos realizado un seguimiento acucioso de aquello a lo que, en un principio, no podíamos darle crédito, y a sus convencidos tripulantes.

Una fría mañana de sábado, gris y voluptuosa, yo y uno de mis compañeros fuimos a hacer unas tomas de lo que sería el final para nosotros, y el comienzo de una aventura para Phil Buck y sus hombres. Decidí entonces encumbrarme en lo alto de la Viracocha para poder grabar (cuando soltaran amarras, permitiendo el zarpe) desde una posición privilegiada. Había muchos medios de comunicación nacionales y un equipo de la National Geographic. Iba a ser el único, fuera de la tripulación, en permanecer a bordo. La nave, atada por la proa a un remolque de la armada, iba a descender por la playa sobre pesados troncos que la volverían móvil. Enganchada por la popa a un sistema de poleas que impedía que perdiera su estabilidad y dirección, me pareció, en ese momento, desde mi ubicación, una gran araña que iba a devorarnos a todos. El movimiento era complejo y Buck daba órdenes como abstraído a los tripulantes que iban de un lado a otro agitados y ansiosos. Al llegar al nivel del mar, rozándolo apenas, uno de los cabos atados a la popa se tensó sin poder ser desamarrado. El remolque de la armada quedó, por consiguiente, imposibilitado de realizar su fundamental tarea y la Viracocha se desestabilizó: quedó por un costado expuesta a su designio en la rompiente.

Cagamos, fue lo primero que se me pasó por la cabeza. Y el rostro de pavor de mi compañero, que grababa desde la quietud inobjetable de la playa, pareció confirmármelo. Las olas comenzaron a crecer y el mar a embravecerse. Las embestidas, metódicas e informes, hacían que la nave se debatiera como una ballena varada por su propia inexperiencia. Los tripulantes, empapados, comenzaron a tirarse al agua y yo logré guardar mi cámara aferrándome de pies y manos a los artesanales amarres de la golpeada Viracocha.

No sé cuánto tiempo se extendió el agónico trance de llevar aguas adentro a la embarcación, pero sí recuerdo con exactitud que fui el único que permaneció a bordo. Agotado, con los brazos desechos, calculé la distancia que debía recorrer, descendiendo, sin chaleco salvavidas, para poder lanzarme a la playa. No tenía ninguna posibilidad, perdería la cámara y probablemente la vida. La orilla, repleta de troncos que flotaban amenazantes, y la Viracocha debatiéndose ahí, moribunda, me hicieron sopesar fríamente las consecuencias. Pensé, más como un desesperado anhelo que como una certeza, que la armada o alguien en algún momento haría algo.

Y así fue. Como en un difícil parto, largamente esperado, la nave quedó, luego de horas, como mudo testimonio de los acontecimientos recientemente acaecidos, frente a nuestras costas. Logré relajarme y prendí la cámara, hice unas tomas y fui posteriormente trasladado hasta la playa en un zodiac de la armada. Mi amigo y compañero me esperaba sonriente e intranquilo. Habían pasado casi tres horas desde que se diera comienzo a la maniobra. Phil Buck, el capitán que se había visto en la obligación de saltar de la nave, me abrazó con fuerza. Tripulante, me dijo, esta noche en el campamento celebramos, estás cordialmente invitado.

Estructuralmente la Viracocha había soportado estoica los embates de la feroz naturaleza del Pacífico, pero muchos de los instrumentos, de vital necesidad, se habían estropeado; entre ellos un costoso GPS. Por lo mismo, debieron retrasar su partida. Sin embargo esa noche, con la embarcación en el mar señalando majestuosa la ruta de sus antecesoras, alrededor de una gran fogata, los hombres de Buck se veían satisfechos. Bebimos hasta el amanecer y entonamos viejas piezas musicales que los muchachos, con su lánguido acento, supieron apreciar como la ofrenda que era, a un océano que les aguardaba fijando una trayectoria abierta, a una experiencia que sería determinante en sus vidas.

viracocha mula

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