Ella colecciona

MATEADA

Mi madre, año tras año, casi por décadas, acaudala nuestras pertenencias ajadas, o en desuso, o inutilizadas, como ropas o zapatillas, anteojos o libros evangélicos. Las amontona en un modular, o en un rincón de la pieza, arriba de una silla, o en cajas húmedas y roídas por las lauchas y dice con énfasis que, mañana o pasado o que pronto, pueden servir si se las remiendas, si se las cose o se las pega.

¿Tiro estos lentes?- le digo como suplicándole, cansado ya de verlo en el mismo lugar hace años (los lentes son de mi hermano cuando vivía con ella). -No- dice, casi enojada, casi fuera de sí y al punto de encolerizarse. Y agrega: -Tu hermano los puede necesitar.

En la pilas de ropas en desuso tiene una campera, ya sucia por el tiempo, de mi hermano, que dice en letras rojas JESÚS TE AMA, y en un placard, en el que también guarda su ropa, un par de zapatillas míos que ella misma se encargó de pegar y al poco tiempo, por el peso de mi cuerpo (peso 110 kilos), se rompieron para siempre. Nosotros nos hemos resignado a que ella acaudale nuestras pertenencias, dejamos que coleccione lo que fue nuestro. Hace tiempo que mi madre vive en sus propias ruinas, hablando sola, enojándose sola, maldiciendo sola, comiendo pollo crudo y fideos a medio cocinar, y nosotros (diría que, aunque me pese, yo aún no) nos hemos escapado. Mi hermana todas las semanas se encarga de prepararle la medicación. Las prepara en bolsitas y con los días: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, etcétera. A veces mi madre recuerda su paso por Melchor Romero y dice: -no es joda, una vez que estás ahí, no salís más, te dan de comer comida sin gusto y te inyectan, a mí me inyectaban-. Dudamos si creerle o no, hay un gran porcentaje de mentiras en sus palabras, agrega o saca, o incluso delira y sus mentiras parecen ciencia ficción. Me contaba que un psiquiatra le hablaba por un altoparlante. -¡Refort!- decía la voz del psiquiatra en el altoparlante, mientras todos los pacientes esperaban sentados, y desde el altoparlante, según mi madre, el psiquiatra le daba indicaciones: acuéstese a las ocho, Refort, por ejemplo, o apague la luz antes de las diez.

-Vos te reís, creés que es joda- me decía mi madre cuando largué una risita ante su relato bradburiano. Mi madre sabe. No sabrá de literatura ni matemáticas, de álgebra o adverbios, pero sabe coleccionar, colecciona lo ajado y lo deshecho y lo que sabe que ya no volveremos a usar. Mi madre sabe que con nuestras pertenencias nos recuerda y que, poco o mucho, nos retiene. Dice que estuvo internada tres años en el Hospital Posadas, dice, además, que todo lo que yo tengo (fobia, ataque de pánico, irritabilidad) ella lo tuvo. -Pero me curé- agrega y yo la miro y al contrario de lo que dice ella, no está curada. Ella gesticula y mira a personas invisibles y hace que habla y en verdad no habla con nadie. A eso le llaman delirio. Ver u oír cosas. Mi madre, por suerte, no oye. Ve. Ignoro qué, pero ve. Mira la ventana, justo enfrente está el CAPS, y comienza a hablar sola. Sin emitir una palabra. Es lo más cercano que he visto al silencio: gesticular, abrir y cerrar la boca sin emitir ningún sonido. Pero a la vez el silencio de mi madre es el grito que jamás nadie, sino ella, me dieron. Cada vez que la veo gesticular siento una punzada en el pecho y me retuerzo como un gusano y le digo basta basta basta, por favor. Pero ella no me registra. Sus ojos se pierden con la plática con el hombre o mujer invisible.

Le escribo un WhatsApp a mi hermana. Escribo: nuestra madre delira, ¿qué hago? Mi hermana responde a los quince minutos. Escribe: no puedo hacer nada. Apenas puedo consolarla. La acuesto y me recuesto al lado de ella. Enseguida siento sus ronquidos y la grabo con el teléfono. Su respiración es fuerte, equivalente a la de dos personas. Me entreduermo y sueño con ella y me levanto apresurado. Agarro todas sus cosas que ha ido coleccionando a lo largo de los años y las tiro a la basura, inclusive mis pertenencias. -¿Qué hora es?- dice ni bien abre los ojos, y espero a que termine desperezarse. -Once y media- le digo. -¿Querés comer?- Me levanto y cocino arroz blanco con queso. Ella dice: -el pollo lo cocino yo-. Accedo. Me siento a la mesa y cocina el pollo. Sirve la comida y el pollo está crudo. Le advierto que le falta cocción. -Lo como así- dice, y agarra la presa y la lleva a su boca, y con los dientes la despedaza. Come y me mira, y dice apuntando con la mano: -¿Qué son aquellas cajas? Trato de obviar la pregunta. -¿Las ves?- insiste. -No- miento. -Sí que las ves, aquellas- dice, y las señalas. Terminamos de comer. Comí arroz porque el pollo estaba crudo. Fuimos a ver las cajas. Revolvió y sacó: la campera que decía JESÚS TE AMA, mi par de zapatillas, un pantalón con pintura de mi hermano, sandalias de mi hermana. -¿Qué hace esto acá?- me increpó. Antes de responderle, agregó: -Fuiste vos, ¿no?- Y me dijo que yo quería dejarla sola. Y comenzó a llorar y decía que esas pertenencias eran los restos de sus hijos ya adultos. La consolé y le dije: -no sirve nada, todo para tirar, mami-. Y mientras juntaba la basura me decía que yo era un egoísta y que al único que me tenía era mí. -Esto es lo que me queda de tus hermanos- decía. -Yo estoy sola, entendelo-. Y entró adentro y dobló la campera de JESÚS TE AMA y dijo que para ella su hijo, es decir mi hermano, era ese pedazo de tela con las inscripciones de su señor. Entonces lloré, me puse la campera y le dije que me abrazara. Y dijo, también llorando: -Tu hermano nunca me abrazó así-.

vidrio mojado

Por Bernabé De Vinsenci

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